Felicidad no es hacer lo que uno quiere sino querer lo que uno hace.
Jean Paul Sartre
Desde la última década del pasado siglo la búsqueda de la felicidad ha atraído tantos intereses que parece haberse convertido en una renovada y más sofisticada versión de la fiebre del oro norteamericana. Libros de autoayuda o de divulgación psicológica relacionados con este tema han llegado a copar la listas de los libros más vendidos varios años, ofreciendo consejos sobre cómo focalizar al atención en “el lado bueno de las cosas” y maximizar las mal-llamadas emociones “positivas” por encima de las igualmente mal-llamadas emociones “negativas”.
Efectivamente existe evidencia empírica suficiente de que la experimentación de emociones “positivas” conlleva efectos beneficiosos para la salud, y más evidencia aun que demuestra que la experimentación cronificada de emociones “negativas” atenta contra nuestro estado físico, nuestro sistema inmunológico o desequilibra el sistema neuroendocrino. Desde este enfoque y a primera vista la búsqueda de la felicidad aparenta legitimarse como una sana forma de protegerse, no solo a nivel psicológico sino también desde el punto d vista de nuestro estado físico. Pero, ¿la felicidad es siempre buena?
Las emociones articulan nuestra vida social, gestionan nuestras relaciones con los demás, gratifican o censuran conductas de terceros y les proporcionan también importante información sobre nosotros mismos. Así las cosas, el abanico de los contextos sociales en los que nos relacionamos marcan por tanto la adaptabilidad de determinadas emociones. En función de la situación que hayamos de afrontar serán esperables o funcionales ciertas emociones y otras resultarán desadaptativas. La felicidad en un contexto de duelo o de temor, por poner solo algunos ejemplo, nos aleja de los demás y nos impide desplegar las conductas que en cada situación son más adaptativas tanto para la salud de nuestras relaciones sociales como para la protección de nuestra integridad física..
Sin ir más lejos, elevados niveles de emoción positiva en contextos que no la elicitan de manera justificada es en sí misma disfuncional y puede reflejar una patología. Sin meternos siquiera el mundo de la psicopatología lo cierto es que elevados niveles de emociones positivas, con la euforia o excitación que pueden conllevar, nos hacen más vulnerables a la realización de conductas de riesgo y afectan a nuestra toma de decisiones volviéndola poco reflexiva e impulsiva.
No solo existen momentos inoportunos para la felicidad y dosis inadecuadas de la misma sino que existen también vías contraproducentes para su consecución. Por ejemplo, si la felicidad se vincula en nuestras sociedades modernas a la coherencia personal, a la consecución de nuestros objetivos vitales y a la autorrealización de necesidades superiores, su obtención mediante acumulación de objetos materiales o experiencias no vinculadas a nuestras metas personales puede ser contraproducente por la dosis de frustración que acabe generando en el largo plazo.
La búsqueda desmedida y desproporcionada de felicidad no solo no nos acerca a nuestros objetivos sino que nos desconecta del otro y nos impide vivir experiencias que nos anclan a la realidad, punto de referencia imprescindible para alcanzar cualquier tipo de bienestar persona que pretenda ser profundo y duradero.
Ana Villarrubia Mendiola es psicóloga clínica, especialista en Problemas de Conducta y Terapia de Pareja. Dirige desde el año 2012 el Gabinete Psicológico ’Aprende a Escucharte‘ en Madrid